La tragedia del girasol by Benito Olmo

La tragedia del girasol by Benito Olmo

autor:Benito Olmo [Olmo, Benito]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Intriga
editor: ePubLibre
publicado: 2018-04-01T04:00:00+00:00


CAPÍTULO 25

* * *

Fue a las cuatro de la madrugada.

Bianquetti no oyó pasos, cuchicheos ni nada por el estilo. Más bien detectó un cambio en el ambiente, la sensación de que algo no iba como debía. Eso le hizo levantarse del sillón y ocultarse detrás de la puerta del armario para usarla como parapeto entre él y quien quiera que fuera a abrir la puerta.

Pasaron varios minutos en los que no sucedió absolutamente nada y llegó a preguntarse si no se lo habría imaginado. Si las horas de vigilia y su maltrecha imaginación, aliadas con el hecho de encontrarse en un lugar extraño, le habían llevado a creerse en peligro cuando en realidad no tenía nada que temer.

Por desgracia, el clic que escuchó a continuación fue muy real.

Un chasquido mínimo, casi inaudible, que identificó como el que haría el pomo de la puerta al accionarse desde el exterior y le hizo contener la respiración y alzar el revólver. Aguzó el oído, pero la persona que estaba tratando de entrar en su dormitorio parecía usar zapatos de terciopelo.

Sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad, así que no tuvo problemas para distinguir el cañón de la pistola que asomó al otro lado de la puerta del armario, grotescamente alargado por el silenciador que llevaba acoplado.

Contuvo las ganas de darle una patada a la puerta para golpear con ella a quien estuviera al otro lado. En lugar de eso, esperó hasta ver la mano que sujetaba el arma y apuntaba en dirección al bulto oculto bajo las sábanas mientras se acercaba con lentitud. A la mano le siguió un brazo que parecía no tener fin, y a este, el corpachón y la tez rosada de Caracerdo. Le sorprendió que pudiera ser tan silencioso a pesar de su corpulencia y, consciente de que no iba a tener otra oportunidad como aquella, le acercó el revólver a la sien.

—Dios, qué ganas tenía de hacer esto.

Caracerdo se quedó inmóvil al oír su voz y, cuando detectó el cañón del revólver que le estaba apuntando a la cabeza, tragó saliva de forma ruidosa.

—Agáchate despacio y pon tu arma en el suelo. Si no lo haces, redecoraré esta habitación con tus sesos.

El escolta asimiló la amenaza mientras desviaba la mirada de forma alternativa hacia él y hacia el bulto que había bajo las sábanas, como si cada una de sus neuronas estuviera ocupada en descifrar la trampa en la que había caído. Después se agachó, dejó su pistola en el suelo y volvió a erguirse mostrándole las palmas de las manos.

—¿Dónde está el otro gilipollas?

—Cerca, Bianquetti.

La voz de Grégory le sorprendió y no tardó más de una milésima de segundo en comprender que había sido un estúpido al pensar que Caracerdo había ido solo. Grégory entró en la habitación empuñando una pistola en su dirección, también con silenciador, y encendió la luz, lo que le cegó de forma momentánea.

—Gracias por la visita. Menos mal que no me he puesto todavía el pijama.

Acompañó el comentario con una risita mientras calculaba posibles vías de escape, desechándolas una tras otra por impracticables.



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